En estos días fui con mi amigo Ernesto a una feria de
muebles en el Centro de Convenciones de Shenzhen. Mientras recorríamos los
stand, me llamó la atención un letrero (que pueden ver en la
foto) en que aparece un japonés vomitando sangre y en el cual se lee que
los ciudadanos de ese país no son admitidos en ese lugar. En una situación
tan masiva y de ribetes estrictamente comerciales -que uno supone que es
un ámbito por naturaleza pragmático- me pareció un mensaje, por decir
los menos, desconcertante.
Cómo no recordar los carteles del nazismo de comercios
en que no se admitían judíos o del apharteid de baños, plazas y otros en que no
aceptaban negros. Aunque quizás un tanto exagerada, la comparación da cuenta
que esta animadversión no es para nada liviana, al contrario, esconde un rencor
purulento siempre palpitante.
Y es que las cuentas que le tienen pendiente los chinos a
los japoneses son muy extensas y van mucho más allá del actual problema de
soberanía de unas pequeñas islas peñascos llamadas Senkaku. Más bien estos
episodios son pequeños "chispazos" de un resentimiento
bastante profundo.
Los problemas entre ambas naciones comienzan a fines del
siglo XIX en la primera Guerra Sino-Japonesa que significó para China una
humillante derrota ante un vecino que siempre habían considerado menor. Esto
debido a que los nipones habían comenzado internamente a engancharse a la
modernidad -vease revolución meiji- y a la era industrial, incluido su
ejército, mientras que China seguía en su mundo feudal, con emperadores
ineficientes y vetustos que mantenían al país en una irremediable decadencia.
Esta guerra significó, además, la merma entre otros territorios de
Taiwan -el cual China no volvería a recuperar- y su importante
influencia en Corea.
Pero si lo anterior es una causa remarcable, el más
evidente origen del encono proviene de la segunda conflagración sino-japonesa
que ocurrió en el marco asiático de la Segunda Guerra Mundial. En
ella, los crímenes cometidos por el ultranacionalista ejercito del sol
naciente, en especial durante la ocupacíon de Nanjin en 1937 - que
era la capital china en esos años- se cuentan de las más horrendas de
la historia humana.
El emperador japonés decidió que los soldados chinos
capturados no tendrían el estatus de prisioneros de guerra y, por
tanto, podían ser eliminados. Indefensos y desarmados fueron masacrados
con armas de repetición automática de a miles al borde del Yangtze.
Oficiales japoneses hacían concursos de decapitación de
civiles que eran celebrados y publicitados. También obligaban a prisioneros
a cavar zanjas para luego enterrarlos con la cabeza afuera de manera que
pasados los días fueran agonizando mientras el cuerpo se les iba agusanando.
Otra variante era hacer pasar tanques por encima de ellos.
Pero lo más recordado fue la violación sistemática de las
mujeres civiles chinas, muchas de las cuales luego eran mutiladas, destripadas
y asesinadas. Esto se hacía en forma deliberada y sistemática por orden de los
mandos superiores. Relacionado con lo mismo, estuvo el uso de las llamadas
"damas de confort" que era un eufemismo para la prostitución forzada
incluso de niñas pequeñas. Ante amenaza de muerte el ejercito ocupante obligaba
a sus victimas a estar al servicio del abuso de los soldados días y noches en
condiciones inhumanas que muy frecuentemente les costaba la vida. Se calcula
que fueron muy pocas las mujeres de Nanjin que se salvaron de algún tipo de
crimen sexual.
A pesar de que existió un tribunal internacional que castigó
parcialmente estos hechos, que han pasado 70 años y que ambas naciones han
cambiado mucho, el fantasma del pasado sigue penando. Esto debido
principalmente a que Japón como Estado nunca ha asumido un reconocimiento
robusto y en propiedad de estos crímenes, salvo tímidas y aisladas
declaraciones . Peor aun, de tanto en tanto algún político
populista llama a revivir las glorias militares del pasado y profundiza
deliberadamente el negacionismo. Esta falta de reconocimiento es algo que
irrita y moviliza el malestar de los chinos más que ninguna otra cosa.
Hablando con un amigo chino me decía que ya llegará el
momento de vengarse de Japón, que la gente de ese país era por naturaleza
ciníca y que cuando estallara la guerra el estaba dispuesto a donar su fábrica
y todos sus bienes para destruir a los japoneses. Otros muchos me han dicho que
justifican esta xenofobia y la apoyan producto de las culpas históricas que
recaen en los nipones.
De tanto en tanto, se producen desórdenes callejeros
producto de las escaramuzas de declaraciones entre ambas potencias por el tema
de las islas en disputa. En ellos la gente apedrea y trata de dañar símbolos de
Japón como comercios, automóviles, restaurantes, por nombrar algunos. No son
gran cosa ni muy masivas, pero ocurren.
Estos sentimientos de revancha son profundos y extendidos.
Es un rencor que permanece latente esperando reventar en el momento oportuno,
por tanto es potencialmente muy peligroso. Sin duda, el desarrollo
económico de ambos países y los intercambios comerciales han aplacado
parcialmente el problema. Aunque la historia ha demostrado repetidamente que la
economía no es un seguro contra el nacionalismo. Sin embargo, una inestabilidad
mayor como una crisis económica profunda u otro hecho complejo puede hacerla
aflorar fácilmente. Para ello el populismo político de ambos países está al
acecho y tiene una herramienta fácilmente manipulable como ya ha quedado
probado.
Nunca se debe olvidar y menos soslayar que el nacionalismo
xenófobo ha sido la calamidad que más vidas ha cobrado en la historia de la
humanidad.