China para la mayoría
de los extranjeros representa un lugar de paso y no un destino para echar raíces.
Los expatriados trasladados por sus compañías y quienes somos independientes sabemos que nos toca cumplir un tiempo tras el
cual viene el regreso.
Es difícil definir
qué aspecto hace que sea un hub solo de paso, considerando tantas ventajas: la
gente es amable, el lugar más o menos agraciado, buena seguridad y - antes de las
leyes migratorias del año pasado - bastante fácil de establecerse. Quizás el
choque cultural en un sentido muy profundo sea lo que más influye. A la larga, como siempre digo, a pesar de que en la superficie los chinos producto de la globalización
y la vida urbana parecieran parecerse a nosotros, en las aguas interiores de
los valores, las prioridades, la mentalidad, la familia y las estructuras culturales, en
general nos separa un océano de diferencias.
En contraste, los
extranjeros que vinimos del otro lado del mundo solemos buscarnos para acompañarnos, compartir y sentirnos parte de un "algo" que no está acá, pero que todos portamos. Como trozos de tierra que cargáramos y
al unirlos con el otro forjaran - por momentos - la imagen de nuestro remoto
paisaje. La tierra y las raíces afloran fuera del país mucho más fuerte y
necesaria.
Esa complicidad y
necesidad de compañía no se da sólo entre latinos, aquí hemos hecho también buenos
amigos franceses y norteamericanos. Puedo decir experiencialmente que la
cultura occidental no es sólo una entelequia de académicos.
Y así como nos
aferramos, luego no nos queda más que despedirnos. Temporada a temporada, los que
triunfamos, fracasamos, nos trasladaron, o lo que sea, hacemos nuestras maletas. Pasar por este increíble
territorio siempre será una experiencia para contarles a los nietos. Es cosa de
escuchar los sin sentido que habla de China la gente de nuestros países que
nunca ha estado o comprendido lo de acá para entender que a pesar del mundo de
las redes sociales y la instantaneidad de todo, este sigue siendo un lejano y recóndito Oriente. Y en ese sentido, la experiencia compartida con los amigos, aquellos que
nos vamos o nos quedamos, siempre será memorable para toda la vida.
Que difícil para
los niños que hicieron su grupo de amigos con otros chicos extranjeros. Los
adultos ya cargamos con ex novias, amigos y personas que pasan con luces y
cariño por nuestra historia. Y sabemos no sin nostalgia aceptarlo. Pero para los
hijos que viven más intensamente y que tienen un corazón con menos rayas, les cuesta asumir
cómo se marchan sus amigos y con ellos las cosas y proyecciones de lo que
planeaban hacer y compartir. Les pega duro y, sin duda, aprenderán de eso.
Termino con un
cuento chino que me contaron una vez en Hangzhou:
Un joven dragón que
solía pasear por las montañas, un día descubrió un hermoso lago del cual se enamoró.
Desde esa vez a diario, solía con frecuencia acercarse a su orilla a mirarse ya que
actuaba como un gran espejo y, por tanto, podía tener el curioso privilegio de observarse.
Al paso del tiempo a veces lo acompañaban allí sus amigos, sus amores, sus hijos,
su familia. Muchas veces no iba a verse sino que simplemente jugaba, construía
o trabajaba alrededor, pero consciente o no, el agua lo seguía reflejando. Con los
años, la imagen del lago lo fue capturando niño, adulto y, por fin, anciano. Y fue así que inevitablemente de viejo se fue quedando
ciego y, por ello, amargamente se quejaba de que nunca más podría volver a contemplarse
en su adorado lago. Ya muy debilitado, un día se hizo de fuerza por última vez. Por
la costumbre de la repetición pudo contar los pasos que lo ubicaran nuevamente
en la orilla. Agachó la cabeza incrédulo y, de pronto, lo impensado... más
brillante y nítido que nunca pudo ver su reflejo y con él, retenida en las aguas, estaba también la imagen de todos aqu-ellos que alguna vez amó y acompañaron.
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