lunes, 24 de marzo de 2014

Varados en Filipinas Parte 2


Volviendo al relato, le pregunté al guardia que podía hacer, tenía reserva de hotel en Boracay  y qué se hacía en estos casos. Me respondió que la poca capacidad hotelera del poblado estaba rebasada y que mejor fuera a hablar con una de las chicas  de un mesón de turismo local que se movían de un lado para otro, respondiendo mil preguntas y reclamos de la multitud. Ya eran como las 22:00 y veía cómo mucha gente se iba recostando en el suelo para pasar la noche en el hacinamiento total, maldije no haberle creído a las tipas de Kalibo y al menos habernos quedado en esa ciudad que era más poblada y no en esta que fuera del Jeti Port casi no existía. Pregunté a una de las muchachas que podía hacer “lo siento señor, la autoridad cerró el paso a Boracay, recién mañana se sabrá si lo vuelven a abrir”. Le pregunté si entonces efectivamente al otro día lo abrirían “lo siento señor, no lo sabemos pero el tifón golpearía por tres días”. TREEEEEEEESSSSSSS DIAAAAAASSSSS, durmiendo en la pinche estación de ferrys con un mísero baño que ya olía a chanchería. Quedé pálido, las postales de Internet de la paradisiaca Boracay se me derretían en la mente.

En esas circunstancias límites en los seres humanos afloran nuestras grandezas y miserias escondidas. Yo elegí la miseria, me volví un energúmeno, empecé a correr a la gente que se querían acercar a pedir información casi a codazos. Sin importar si iban con o sin guagua o fueran abuelitos con falta de insulina quería que nos solucionaran el problema sólo a nosotros. Le rogué a la muchacha que nos consiguiera un lugar al menos donde dormir, me debe haber visto cara de serial killer porque agarró una lista, tachó a alguien que por turno le correspondía y me dijo que esperara un momento que haría unas llamadas y buscaría por si a caso donde quedarnos. Al rato, el milagro,  volvió y nos dijo que había encontrado una pieza para quedarnos en el pueblo los cuatro pero que sólo era una pieza de dos camas y que si lo tomábamos debíamos acomodarnos donde sea. Miré hacia afuera y seguían llegando buses del aeropuerto de desafortunados turistas. El sitio estaba colapsado por todos lados. “Sí, acepto”.

La chica súper amable nos ayudó a salir del “campo de refugiados”,  nos paró un Tuk-Tuk (moto con carrocería colorida famosa en Asia) subimos las 4 maletas hasta en el techo del débil vehículo y nos subimos como fuera los cuatro más la niña colgando y nos fuimos al hotel. El Andrés, mi hijo de diez años que le gusta mucho la buena vida, cándido me preguntó “¿Cuántas estrellas tendrá nuestro hotel”? “Hijo, con suerte tendrá la punta de una estrella, hay que ir dispuesto a cualquier cosa”- le respondí.

Siendo ya como las 23:00 horas y luego de avanzar varias calles hacia dentro del pueblito, el Tuk-Tuk nos dejó en el “Candice Lucy Hotel”. Un modesto local de material ligero de dos pisos que en el primero albergaba una tienda de venta de arroz al por mayor y en el segundo, un mini hotel. Tenía apenas cuatro habitaciones y era atendido súper amablemente por los mismos del arroz. Nuestra expectativa era bastante baja, pero al abrir la puerta de la habitación estaba híper decente, con aire acondicionado, una ducha pequeñita, súper limpio todo, una tv hasta con cable e incluso Wi Fi. Grata sorpresa. Obvio que el espacio era pequeñísimo para los cuatro, pero como emergencia estaba inmejorable. Además costaba como USD 30 la noche. ¡Nada!!! Las personas de la “administración”, como toda la gente de Filipinas, nos atendieron de maravilla y nos hicieron unos improvisados sándwich para paliar el hecho que ni habíamos cenado.

De noche dormimos perfecto entre cama y colchonetas con la ilusión de poder partir a las verdaderas vacaciones en la mañana. Sin embargo al despertar, el problema se asomó por las ventanas, afuera el bendito tifón había llegado en plenitud.

Tomamos desayuno, o sea dado los recursos limitados del entorno lo mismo que la comida –y claramente ad eternum lo que degustaríamos si nos quedábamos más días-  y además aprendimos que Filipinas era un país con alta inflación; los sándwich habían subido bastante en relación a la noche anterior. Preguntamos a los muchachos arroceros si sabían algo de la apertura del puerto y nos dijeron que aun estaba cerrado y que el mal tiempo demoraría muchos días.

Nos duchamos y partimos con el Ale –mi hijo grande de catorce- con paraguas e impermeable a ver qué pasaba en el puerto. Aprovechamos de conocer con luz el pueblo y sus remarcables sitios de interés: dos calles modestas –no pobres- de estilo asiático, con harto Tuk Tuk multicolor,  mucho barro, tiendas de venta de pollo frito y nada, pero nada más. Al llegar esa mañana al Jeti Port habían arribado infinidad de nuevos buses, todo cada vez peor, el asunto logísticamente era un desastre. Entramos y me acerqué a preguntar al mesón de turismo, me dijeron que la autoridad marina daría un nuevo informe a las 14:00 pero que no se sabía nada.

Al volver pedimos almuerzos -más sándwich de lo mismo- que seguían afectados por la subida de los precios alocada de Caticlan. A esa altura ya no salían tan baratos. Al mismo tiempo los del hotel nos decían que el diluvio estilo Noé jamás amainaría, el puerto de ferrys se cerraría para siempre y que nos quedáramos mejor a vivir en su hotel. El machete al turista es una práctica universal.

Finalmente, antes de las 14:00 de milagro el tiempo mejoró y partimos presurosos al puerto, seguía lloviendo aunque suavemente. Comparado con el día anterior eran unas condiciones meteorológicas muchísimo más complicadas pero la marea humana no daba para precauciones había que despachar a los miles de extranjeros que ya multiplicaban por varias la población total del poblado y quizás la región completa. Nos apuramos para llegar al “Candice Lucy”, pagamos,  aplicar Tuk Tuk,  llegada al Jeti Port. Había una cola interminable para abordar. Cualquier bote servía para meter gente y sacarlos de Caticlan (poco menos que lanzaban con neumáticos a la gente al agua para que nadara) y tomamos un catamarán que en menos de 15 minutos nos dejó en Boracay.

Así concluyó nuestra aventura. A pesar de toda la lata, perder un día de hotel y lo poco agraciado del sector fue una experiencia notable y, con todo, nunca perdimos el ánimo y el buen humor.

No hay comentarios:

Publicar un comentario