Volviendo al relato, le pregunté al guardia que podía hacer,
tenía reserva de hotel en Boracay y qué
se hacía en estos casos. Me respondió que la poca capacidad hotelera del
poblado estaba rebasada y que mejor fuera a hablar con una de las chicas de un mesón de turismo local que se movían de
un lado para otro, respondiendo mil preguntas y reclamos de la multitud. Ya
eran como las 22:00 y veía cómo mucha gente se iba recostando en el suelo para
pasar la noche en el hacinamiento total, maldije no haberle creído a las tipas
de Kalibo y al menos habernos quedado en esa ciudad que era más poblada y no en
esta que fuera del Jeti Port casi no existía. Pregunté a una de las muchachas
que podía hacer “lo siento señor, la autoridad cerró el paso a Boracay, recién
mañana se sabrá si lo vuelven a abrir”. Le pregunté si entonces efectivamente
al otro día lo abrirían “lo siento señor, no lo sabemos pero el tifón golpearía
por tres días”. TREEEEEEEESSSSSSS DIAAAAAASSSSS, durmiendo en la pinche
estación de ferrys con un mísero baño que ya olía a chanchería. Quedé pálido,
las postales de Internet de la paradisiaca Boracay se me derretían en la mente.
En esas circunstancias límites en los seres humanos afloran
nuestras grandezas y miserias escondidas. Yo elegí la miseria, me volví un
energúmeno, empecé a correr a la gente que se querían acercar a pedir
información casi a codazos. Sin importar si iban con o sin guagua o fueran
abuelitos con falta de insulina quería que nos solucionaran el problema sólo a nosotros.
Le rogué a la muchacha que nos consiguiera un lugar al menos donde dormir, me
debe haber visto cara de serial killer
porque agarró una lista, tachó a alguien que por turno le correspondía y me
dijo que esperara un momento que haría unas llamadas y buscaría por si a caso
donde quedarnos. Al rato, el milagro, volvió y nos dijo que había encontrado una pieza
para quedarnos en el pueblo los cuatro pero que sólo era una pieza de dos camas
y que si lo tomábamos debíamos acomodarnos donde sea. Miré hacia afuera y
seguían llegando buses del aeropuerto de desafortunados turistas. El sitio estaba
colapsado por todos lados. “Sí, acepto”.
La chica súper amable nos ayudó a salir del “campo de
refugiados”, nos paró un Tuk-Tuk (moto
con carrocería colorida famosa en Asia) subimos las 4 maletas hasta en el techo
del débil vehículo y nos subimos como fuera los cuatro más la niña colgando y
nos fuimos al hotel. El Andrés, mi hijo de diez años que le gusta mucho la
buena vida, cándido me preguntó “¿Cuántas estrellas tendrá nuestro hotel”? “Hijo,
con suerte tendrá la punta de una estrella, hay que ir dispuesto a cualquier
cosa”- le respondí.
Siendo ya como las 23:00 horas y luego de avanzar varias
calles hacia dentro del pueblito, el Tuk-Tuk nos dejó en el “Candice Lucy
Hotel”. Un modesto local de material ligero de dos pisos que en el primero albergaba
una tienda de venta de arroz al por mayor y en el segundo, un mini hotel. Tenía
apenas cuatro habitaciones y era atendido súper amablemente por los mismos del
arroz. Nuestra expectativa era bastante baja, pero al abrir la puerta de la
habitación estaba híper decente, con aire acondicionado, una ducha pequeñita, súper
limpio todo, una tv hasta con cable e incluso Wi Fi. Grata sorpresa. Obvio que
el espacio era pequeñísimo para los cuatro, pero como emergencia estaba
inmejorable. Además costaba como USD 30 la noche. ¡Nada!!! Las personas de la
“administración”, como toda la gente de Filipinas, nos atendieron de maravilla
y nos hicieron unos improvisados sándwich para paliar el hecho que ni habíamos
cenado.
De noche dormimos perfecto entre cama y colchonetas con la
ilusión de poder partir a las verdaderas vacaciones en la mañana. Sin embargo
al despertar, el problema se asomó por las ventanas, afuera el bendito tifón
había llegado en plenitud.
Tomamos desayuno, o sea dado los recursos limitados del
entorno lo mismo que la comida –y claramente ad eternum lo que degustaríamos si
nos quedábamos más días- y además
aprendimos que Filipinas era un país con alta inflación; los sándwich habían
subido bastante en relación a la noche anterior. Preguntamos a los muchachos
arroceros si sabían algo de la apertura del puerto y nos dijeron que aun estaba
cerrado y que el mal tiempo demoraría muchos días.
Nos duchamos y partimos con el Ale –mi hijo grande de
catorce- con paraguas e impermeable a ver qué pasaba en el puerto. Aprovechamos
de conocer con luz el pueblo y sus remarcables sitios de interés: dos calles
modestas –no pobres- de estilo asiático, con harto Tuk Tuk multicolor, mucho barro, tiendas de venta de pollo frito
y nada, pero nada más. Al llegar esa mañana al Jeti Port habían arribado
infinidad de nuevos buses, todo cada vez peor, el asunto logísticamente era un
desastre. Entramos y me acerqué a preguntar al mesón de turismo, me dijeron que
la autoridad marina daría un nuevo informe a las 14:00 pero que no se sabía
nada.
Al volver pedimos almuerzos -más sándwich de lo mismo- que
seguían afectados por la subida de los precios alocada de Caticlan. A esa
altura ya no salían tan baratos. Al mismo tiempo los del hotel nos decían que
el diluvio estilo Noé jamás amainaría, el puerto de ferrys se cerraría para
siempre y que nos quedáramos mejor a vivir en su hotel. El machete al turista
es una práctica universal.
Finalmente, antes de las 14:00 de milagro el tiempo mejoró y
partimos presurosos al puerto, seguía lloviendo aunque suavemente. Comparado
con el día anterior eran unas condiciones meteorológicas muchísimo más
complicadas pero la marea humana no daba para precauciones había que despachar
a los miles de extranjeros que ya multiplicaban por varias la población total
del poblado y quizás la región completa. Nos apuramos para llegar al “Candice
Lucy”, pagamos, aplicar Tuk Tuk, llegada al Jeti Port. Había una cola
interminable para abordar. Cualquier bote servía para meter gente y sacarlos de
Caticlan (poco menos que lanzaban con neumáticos a la gente al agua para que
nadara) y tomamos un catamarán que en menos de 15 minutos nos dejó en Boracay.
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